Por Ramiro Elías*
Dicen que estoy loco, yo les digo que no, que solo es que pienso muy rápido algunas cosas y otras, con parsimonia y lentitud asombrosas. Pero ellos insisten y enfurezco, causándome tristeza hasta las lágrimas que no comprendan que es así de simple, que es, por decirlo de un modo, que tenemos puntos de vista diferentes de la realidad, pero que sin embargo, lo que para ellos es importante, a mí no me interesa en lo más mínimo. He perdido por ejemplo, el apetito por las cosas suntuosas, por la apariencia meticulosa, por los modales refinados; a todo le llamo por su nombre y no me importa reírme a carcajadas de las banalidades que disfrutan acuciosamente los demás. Me ven con curiosidad cuando hablo conmigo mismo en voz baja, porque he descubierto que es la mejor manera de hacerme entender la dimensión en la que he decidido vivir y me horroriza la ligereza con la que me juzgan por mi forma distinta de razonar.
Todo empezó una tarde en la que miraba un cuadro intrascendente… Me dije, tengo que hacer un desdoblamiento de mi ser para entender por qué alguien se tomaría una parte de su tiempo en plasmar esas imágenes tan superfluas sobre el papel. En un principio tuve miedo de lo que hacía y es natural, no es cosa sencilla introducirse en la mente de otra persona y dejarse ir sin la certeza de volver ileso. No es como mirar algo de soslayo y desentenderse de los pensamientos ajenos, es entrar a la profundidad del complejo pensamiento humano.
El cuadro en si no significaba nada, era la intensión lo que buscaba en él; ¿qué animó a alguien a enmarcar algo tan simple, tan sin color, sin chiste? La respuesta, necesariamente tendría que estar allí y pronto lo descubrí, era ese punto vacío en el que me concentré, por allí me metí sin reserva y dejé ir en él toda mi vida de tal manera que fue una transubstanciación hasta el otro ser, que me permitió adueñarme de los pensamientos del hombre que hizo el cuadro, viví y justifiqué su vida, reí y lloré con él, comprendí su existencia que antes me daba igual ignorar. El impacto fue brutal; tanto que me afectó físicamente a tal grado que cuando regresé a casa estaba perdido sin reconocer mi camino habitual.
Esa primera vez, debo admitirlo, me sentí incómodo. Cuando por fin llegué a casa después de tantos intentos desesperados por encontrar la ruta, entré sigiloso a mi habitación y me acurruqué en mi cama sin saber qué era esa extraña sensación que me causaba frío y calor a la vez y que a pesar del terrible cansancio me impedía dormir, hasta que finalmente pude cerrar los ojos como en un parpadeo, pero al abrirlos era otro día y seguía tan cansado como el día anterior, quizá del continuo temblor de mi cuerpo.
La turbulencia en la que me vi envuelto desencadenó el inesperado deterioro de mis sentidos. Me costaba ubicarme con claridad y darme cuenta de lo que sucedía a mi alrededor, siempre cansado y alterado. De pronto no estaba seguro si de a mi lado derecho tenía paso libre para cruzar la calle y cuando volteaba para verificarlo ya no estaba seguro si mi izquierda estaba despejada, por lo tanto, después de observar a ambos lados varias veces volteando una y otra vez, no estaba seguro de nada y me aventuraba a cruzar con torpeza arrostrando el peligro constante de ser atropellado; supongo que la misericordia de los conductores me salvó más de una ocasión. Pero lo más desgraciado fue sostener una conversación con mis conocidos. La pérdida de la memoria a tan corto plazo me hacía olvidar la última frase que me habían dicho y hasta la que había dicho yo y el tema del que hablábamos; inventé algunos artilugios para eludir estos momentos bochornosos, repentinamente decía que alguien me esperaba y me urgía retirarme o algo por el estilo, cortando súbitamente la conversación de la que no había podido seguir el hilo; no obstante, no tardé en sentirme descubierto y observar las caras de asombro de mis interlocutores, dejándome saber que pensaban que me estaba volviendo loco. Fue eso lo que me hizo renunciar a platicar con la gente.
Sin embargo, tuve la necesidad de volver a buscar el cuadro que me permitió evadirme de la cotidianidad y, más adelante, tuve la perturbadora seguridad de que podía hacer lo mismo con otros cuadros, una noche reaccioné sobresaltado al darme cuenta que con solo imaginar el punto vacío, podía entrar a otras mentes y, más adelante, éstas me hablaban de una forma extraña y secreta que me sobrecogía al escuchar dentro de mi sus voces. Pero siempre tuve la necesidad de volver al primer cuadro y no podía recordar dónde estaba, por eso mis diarias caminatas a toda hora, perdido en el pueblo.

Y sí, ya no era un secreto, los demás habían visto en mí esa mirada perdida que me quedaba al emprender mis viajes espirituales hacia los mundos imaginados por los otros, cuando ya no me cuidaba de disimular mi gusto por visitar no solo a las mentes de esta época, si no también, las de hombres del pasado y del futuro, con quienes sostenía largas charlas en voz alta de temas existenciales; me percaté de los cuchicheos denigrantes y descarados de los que a mí alrededor no podían ni en sueños imaginar con lo que yo a cada momento estaba en contacto.
El día que me ofrecieron ir al médico, acepté por cortesía, me sentí ridículo en ese consultorio, acostado sin camisa, con el brazo extendido ante la mirada perpleja del hombre que no sabía qué hacer. Al no encontrar ninguna anomalía física, me recetaron vitaminas y complementos alimenticios, dijo el doctor que estaba muy delgado y seguramente débil y me dio cita para un mes después.
Varias citas más adelante, las preguntas ya no eran sobre dolencias ni enfermedades pasadas y el médico amenazó con enviarme al psiquiatra si regresaba. Decidí pues, no volver, más cuando me quisieron obligar me volví violento y no sé en qué momento perdí el control, ni recuerdo quienes me pusieron en este cuarto enrejado, a la vista de los transeúntes que algunas veces fueron mis amigos y que ahora me ven con recelo, principalmente, cada vez que me puedo escapar para recorrer las calles, presuroso y en silencio, buscando el cuadro que no logro encontrar, para fugarme por su punto vacío.
Pero yo escogí esto, el silencio de mis meditaciones y caminar por las sendas más oscuras. Ahora ya no me apenan mis gritos estruendosos cuando estoy cautivo, mi barba crecida, ni mi aspecto violento detrás de la reja de la calle Zarco donde a veces me tienen encerrado, prefiero recorrer las calles en mi marcha interminable buscando ese cuadro, hablando conmigo mismo sin voz y sin poner atención al mundo que me rodea.
Escrito en Pánuco, Veracruz, enero 2019
*/ Ramiro Elías es ingeniero civil de profesión y un apasionado de la literatura y las artes. Con él existe una amistad de toda la vida y el algún momento, conjuntamente, pensamos publicar un libro de cuentos vinculados a nuestra tierra Pánuco, Veracruz, que es parte importante de la Huasteca Veracruzana. No logramos nuestro cometido, pero de esa charla surgieron varios escritos mismos que podremos leer en esta página. Gracias
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