Por Ramiro Elías Guzmán (Texto autobiográfico)

Así llegué a la Ciudad de México, tenía quince años. Mi madre, de quien sospecho que era el hijo favorito o al menos eso hubiese querido, me puso en una pequeña caja de cartón que hacía las veces de maleta, dos pantalones, dos camisas, dos boxers y dos pares de calcetines, que en mi casa eran algunas de las pocas cosas que me pertenecían en exclusiva, porque todo lo demás lo compartíamos los numerosos hermanos.

Abajo de mi ropa ya muy usada yo guardé algunos de los objetos de los que no me podía desprender, un cuaderno con las cosas que hasta entonces había escrito, lápices para dibujar, pinceles, pinturas, algunos dibujos, El rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda (con su Merlín y todos los seres míticos) y fotografías de la familia.

Mi madre y yo sabíamos que la despedida era definitiva, pero ella gustosa me animó a irme de la pobreza a sabiendas de que de allí en adelante nos veríamos muy poco. Mi padre me dio los treinta pesos que guardé en el bolsillo y mi hermano mayor me regaló el suéter para resistir los fríos matinales de la capital. Todos me acompañaron a la terminal de autobuses del pequeño pueblo donde vivía aquel final de invierno del 66, desde la ventanilla vi su adiós con las manos levantadas y al otro día bajé en la gran ciudad donde no conocía a nadie, atontado por el bullicio de los autos, decidido a quedarme porque los treinta pesos no alcanzaban para comprar el boleto de regreso.

Mi primer dilema fue a qué lado caminaría, me decidí por la derecha, sin saber que de ese lado encontraría a grandes amigos, algunos que aún conservo y otros que quisiera que vivieran para retribuirles lo mucho que me dieron, nunca sabré de qué me perdí si hubiese tomado el camino de la izquierda. La idea era estudiar medicina, pero por error, inicié la preparatoria que me conduciría a ingeniería y que a la postre me apasionó y es lo que hasta ahora hago con mucho placer.

Apresurado llegué a una casa que tenía un letrero en la ventana, “Se reciben estudiantes” decía. Toqué apenado y salió una mujer mayor; a mi pregunta de si había un lugar para quedarme me respondió que sí, que eran cien pesos por adelantado. Le contesté que no los traía pero le aseguré que se los pagaría pronto “Así dicen todos” me contestó, pero me dejó pasar y me instaló en un cuartucho en la azotea.

Con Walter Reuter
Ramiro Elías con su amigo el fotógrafo Walter Reuter. Walter Reuter huyó del nacionalsocialismo a México. Además de fotógrafo Walter fue director de cine con varias distinciones. Su vida refleja casi un siglo de historia alemana y medio siglo de historia mexicana. Nace el 4 de enero del 1906 en Berlín. Crece en Berlín-Charlottenburg, empieza como aprendiz y trabaja luego como actor y bailador. Aprende sacar fotos de manera autodidacta y empieza su trabajo como reportero. Debido a sus reportajes críticos para el periódico “Arbeiter-Illustrierte-Zeitung” la SA (“División Tormenta”) le persiguió. Fuente: https://mexiko.diplo.de/mx-es/temas/kultur/w-reuter-seite/872204

Pronto me hice de trabajos ocasionales, pintar casas, barnizar pisos de madera, hacer algunos cuadros y hasta cuidar niños. Más adelante regresó a la ciudad mi hermano Juan quien era ingeniero y hasta entonces había estado trabajando en Guerrero. La noche que sufría fiebre de cuarenta grados me llevó cargado y desmayado para vivir en su casa y hacer mi vida más fácil.

Recuerdo esa época de grandes descubrimientos como el preámbulo intenso de lo que viviría más adelante, el ir y venir a la escuela, a la academia de pintura, al taller literario, al cine, museos, conciertos, reuniones con artistas, pero sobre todo, consiguiendo libros y música.

Me esperaba un impactante acontecimiento, el 68 y la sacudida que marcó a muchos de esa generación, a mí también pero de forma diferente: me puso frente a la desnudez de una ideología abrazada por muchos románticos pero por más oportunistas, descubrí que las ideas utópicas de mi maestro marxista de matemáticas del pueblo no se pueden llevar a la práctica, siempre vencen la necedad, la negligencia el orgullo y el egoísmo, el tiempo parece darme una razón que no quisiera aceptar. Después, ya asentado, recorriendo los entresijos de los barrios, caminábamos los compañeros con el pelo largo, los pantalones de mezclilla acampanados, las cabezas llenas de ideas, proyectos e imaginación en medio de la psicodelia de la ciudad salvaje y excitante que para todos tuvo y tendrá un espacio, el resto son las anécdotas personales que ya nunca pude contarle a mi madre.