Por Ramiro Elías

He visto mi rostro en el espejo esta mañana y de golpe descubrí como el ingrato tiempo marchitó mi piel. ¡Ni mis ojos son iguales! se ven tristes, el color es el mismo, pero sin brillo, los labios lánguidos entreabiertos me dejaron ver una hilera de dientes evidentemente falsos y feos, la cara salpicada de pequeñas manchitas cafés y surcada de arrugas no pudo sonreír como lo hacía antes. No lo podía creer y lo digo con convicción porque estaba acostumbrada a ser la hermosa del grupo y a recibir comentarios amables y halagos de mis amigos que me entregué por completo a representar ese papel y no me pude dar cuenta de cómo me vine a convertir en lo que soy ahora, una mujer vieja y fea, sin rastros de la belleza que alguna vez tuve, lo tengo que asumir. Salté, me moví de un lado para otro, hablé conmigo misma, hice ademanes, ensayé los gestos aparentemente casuales con los que cautivaba a los demás y todo para descubrir que ya no era la misma, ¡el espejo tenía razón! Sólo reflejó este cuerpo informe, torpe y sin gracia, repleto de años y esta cara infamemente sorprendida que no acababa de entender como a mí, si, ¡a mí! Me estaba pasando esto. Todo me confirmó que no seré más la reina de las reuniones ni la que convoque al grupo, ni la que lleve la voz segura en las conversaciones, sabiéndome escuchada con atención, como lo hacía antes que sin importar lo insulsa o tonta que fuera la frase, atraía los oídos de todos, no obstante.

     También repentinamente comprendí como se me escapaban de la mano las cosas que tanto había pospuesto, consciente en aquella época del poder subyugante que tenía sobre los demás, el efecto de la liviandad de mis actos y la veleidad con que aprendí a conducirme, para poner rendidos a mis pies a mis amigos y sacar provecho de ello, debo admitirlo, pero que todo lo tengo perdido no sé desde cuanto tiempo atrás, ¡ahora me arrepiento de lo que dejé ir! Lo que me queda claro es que mis anhelos solo serán eso, ya no podré cumplirlos jamás, todos esos actos que tan bien sabía representar, los pequeños mohines, el repentino tartamudeo cuando quería algo o el simple llevarme la mano a la cabeza cuando fingía olvidar alguna obligación, para ser tratada con indulgencia, ahora se verán mal en mi y consecuentemente mis más preciados sueños morirán conmigo, ¡adiós a ellos! Sin duda alguna los demás se han estado burlando de mi ridícula postura de diva maltrecha, me parece haberlo notado, pero por alguna razón sigo recibiendo comentarios amables. ¿Será porque los otros también han sido víctimas del tiempo? ¿O lo hacen para reír un poco? En todo caso todos ellos me han impedido darme cuenta de mi triste realidad.

     Para colmar mis aflicciones, escuchaba la música que solía bailar. Esos sonidos alegres que antes hacían vibrar mi corazón  para levantarme a abrir la pista, de continuo acompañada de los jóvenes más apuestos que se disputaban mi mano en los salones, ahora sólo pusieron un poco de amargura en mi ser, lo horrible de esos recuerdos es que ya no se repetirán. Imagino lo terriblemente divertidas que estarán mis adversarias a las que ofendí con mi belleza, a veces con crueldad y es notable como varias de ellas han adquirido cierto aire de solemnidad presumiendo de sus familias con los años, mientras yo me he quedado sola y ahora lo veo, sin esperanza, porque el tren de la vida que parecía haberse detenido insistentemente en mi espera, se ha ido; claro que siempre habrá algún atrevido, como lo dice el dicho, nunca falta un roto para un descocido, pero después de lo vivido, no creo encontrar satisfacción en ello, siento que estaba predestinada para lo mejor y lo dejé pasar irremediablemente, por eso está música que tanta felicidad traía a mi alma, me hizo derramar algunas lágrimas. Los salones de baile tendrán que seguir sin mí.

     Como siempre sucede, algunas cosas son percibidas por todos los demás y uno es el último en darse cuenta porque nadie se toma la molestia de decírtelas, quizá por el temor de ofender o simplemente porque no les importa, así que acordándome de ello puse atención al olor de mi piel y descubrí que es desagradablemente acre, también soplé sobre mis manos y percibí que el aroma de mi aliento, ese por el que morían mis amigos, no me gustó. ¡No puede ser cierto, tanto que adoraba las fragancias delicadas!

     Yo que siempre gocé de tan buena salud, recibí el repentino dardo de la enfermedad, fue un mareo y un dolor punzante en el pecho; me percaté de las deformaciones en las manos y en general en las articulaciones y huesos; cuando intenté recomponer la postura me fue imposible caminar erguida como lo hacía antes, con aquel porte que tanto amaban mis admiradores; en adelante tendré que resignarme a caminar encorvada y no sé, tal vez la postración. ¡Me da tanta pena de tan solo pensarlo, ay de mi!

     Busqué en el buró la cajita donde aún guardó algunos papelitos que los poetas improvisados me enviaron algún día pretendiendo algo de mí y a los que disuadía con una sonrisa amable que no significaba sí ni no; uno decía: «Ya viste la luna? Esta tan bonita como tú» y frases por el estilo con nombres de algunas personas que he olvidado y de otros que aunque recuerdo, se cansaron de esperar y se fueron; algunos con los años perdieron el pelo o engordaron demasiado, casi todos se casaron y viven sus vidas alejados. Las fotografías hicieron que la nostalgia se apoderará de mi para mal, esa mujer era yo, es cierto, pero hoy soy esta y no hay remedio. ¿Como podré vivir así, desprovista de mis más preciados atributos si me acostumbré a ellos y son las armas con las que aprendí a enfrentar el mundo? No pude evitar tirarme a llorar a grito pelado y patalear en la cama como lo hacía de joven cuando no me cumplían un capricho y en eso estaba cuando escuché pasos y voces que me hicieron despertar de un largo sueño que tenía tintes de pesadilla. Al parecer afuera empezaban los fríos de noviembre y se sentía el olor de las ofrendas y las velas.

     -Esta es la tumba de María, ayer vinimos a limpiarla-

     -Aún puedo verla corriendo en el jardín con esa sonrisa que iluminaba la vida de todos-

     -Nunca vi ojos tan lindos-

     -Ni manos tan tersas y suaves, tenía dieciocho años cuando llegamos a Pánuco-

     -Y esa voz clara y dulcemente grave con la que sabía decir palabras que conquistaban a los demás. Bastó un poco de tiempo para que todos la quisieran-

     -Apenas cumplía treinta y tantos cuando murió, pero todos los que la conocimos la llevamos en el corazón, la recuerdo como si fuera ayer-

     -Le han traído muchas flores-

     ¡Qué alivio! Todo fue un mal sueño, mi imagen permanecerá intacta en la memoria de los que amé.