Por Ramiro Elías.
En esta tierra que todos los días pisamos, hubo cientos de hombres muertos que fueron dejando su huella de sangre en los caminos, hoy cubiertos de espinas. Los hijos de esta raza indómita desaparecieron como el humo del incienso que quemaban a sus dioses, se hicieron brisa sobre nuestras cabezas para cubrir la hierba de rocío. Bajo la tierra yacen las obras de sus manos por si dudamos de su existencia y en los alrededores habitan sus hermanos por si queremos negarlos, pero ellos ya no están aquí, son aire, son palabra suave que susurra a los oídos, viven en el viento para que los visitemos en los sueños.
Afuera de los jacales llueve esa agua abundante y fresca que da color al campo de todo el Huaxtecapan, sembrada por sus hijos con la semilla de vida para hacer crecer las milpas que después el Dios, con su luz, madura y tiñe de dorado. Los brujos viejos, de pelo largo enmarañado y cano, adornado con algunas plumas negras, acompañados por los abuelos y las abuelas, los que extendieron la tierra, elevan los cantos de sus bocas desdentadas a la noche de nahuales y espíritus, mezclados con el sonido de las flautas de carrizo, el golpeteo del tamborcillo y el ulular de los caracoles para que la cosecha sea abundante y duradera. Las doncellas vestidas con sus mantas blancas de algodón y el cabello teñido de rojo o amarillo se preparan en encierro antes del ritual, la ceremonia, ofrenda al gran espíritu Cipactónal, porque mañana saldrán los hombres a levantar los frutos del maíz. En el patio grande los cuerpos azules de los jóvenes saltan en danza frenética alrededor de la hoguera y por toda la ribera, el pueblo entero sentado espera el alba para dirigirse a las milpas.
Cuando aparece el Dios que hizo la luz, con sus primeros rayos reflejados en el río, se escuchan los gritos de la gente; hombres, mujeres y niños desnudos con unas cintas de hoja de palma amarrada a la cintura, los cráneos deformados, alargados o achatados, luciendo pendientes u orejeras y collares de cuentas de barro colorido en el cuello y las caras sonrientes pintadas de blanco, siguen a los ancianos, los del pelo atado que barren los caminos y que gobiernan para encabezar la procesión hacia los campos. Todos se internan entre las cañas cortando las mazorcas que luego llevarán a la plaza para presentarlas a los portadores del Dios, los que cargan el bulto en andas de madera y a quienes ha entregado su palabra que augura buenos tiempos; a él le queman una parte de los granos con su humo entreverado al del copal ardiente para los otros Dioses, agradeciendo los años que les dieron el sustento, la salud y la paz. Al atardecer el tlatoani abre la puerta del palacio con los labios empapados de palabras buenas que esparce sobre el pueblo, recordándoles que ellos son el grupo que se separó en un tiempo y en un lugar que nadie recuerda y que se fueron navegando en las canoas con la tinta negra y la tinta roja para escribir el libro de los años y el libro de los sueños donde se encuentra la sabiduría diurna y la sabiduría nocturna de los nahuales y de sus ancestros creando toda la cultura que regirá a los huastecos. Se apartaron de los otros llevándose los libros, la música y los cantos, el juego y los placeres y se establecieron junto al gran río para fundar Panotla, esta ciudad de gente libre, sabia y alegre que defenderán hasta la muerte.
Muchas veces en el registro de los tiempos, los aztecas han intentado sin éxito, someterlos para extender su imperio, a sabiendas de que siempre se encontraron cara a cara con el fracaso en estas tierras; ahora el cielo trae rumores de que levantan otra vez el polvo de sus caminos en su marcha, el invencible Garra de Jaguar y sus guerreros águila en nombre del Huey tlatoani Moctezuma Xocoyotzin, señor con sus huestes de todo el altiplano y príncipe del este, del oeste, del sur y de todos los confines del mundo, a conquistar tributo y víctimas para Huitzilopochtli.
Los guerreros huastecos de dientes afilados para parecer más fieros usan las manos para hacer los arcos y las flechas, las armas de madera y obsidiana. Las mujeres los bañan con agua y con el humo del sahumerio y cantando, le buscan palabras nuevas al amor mientras atavían los cuerpos de sus maridos para la guerra, pintándoles los rostros, y los escudos del pacto con sus hermanos de los pueblos vecinos, pues viene el enemigo común en busca de corazones.
En las encrucijadas y en los montes sorprendieron a los hombres del joven Garra de Jaguar luchando con fiereza cuerpo a cuerpo para repeler al invasor, las flechas y las lanzas apagan las vidas enemigas regando de cadáveres, de armas y estandartes rotos, los campos día a día. Por las tardes recogen a sus muertos que cayeron con honor para entregarlos al viaje final. En la noche los capitanes planean la última y definitiva batalla. Al amanecer la lucha es cruel, las mujeres en la ciudad entregan las plegarias a los dioses y en el campo de batalla, el suelo del Huaxtecapan es regado nuevamente con sangre Azteca, y la de los hermanos que vieron la otra orilla de sus vidas. Los guerreros regresan cantando la victoria como siempre, pregonando con orgullo que son el único pueblo invicto, cubierto de gloria sobre Tenochtitlán.
No habían pasado muchos años cuando los escuchas y espías trajeron noticias desconcertantes, acerca de dioses blancos y barbados, llegados en extraños navíos desembarcados en lugares distantes, recibiendo tributos y regalos y colmando al pueblo de preocupación y malos agüeros porque quizá se trata, según dicen los vecinos, de Quetzalcóatl, el que prometió regresar a engrandecer más el imperio Mexica. Todos se someten a su paso, hasta el Huey Tlatoani Moctezuma, temiendo que el Dios venga a reclamar su trono, para implantar el suyo de fuego y sangre. Y algunos pueblos se suman al ejército de hombres bestia con cuatro patas que vomitan lumbre y matan desde lejos, sembrando temor y desconfianza por donde pasan estos portentosos soldados del otro lado del mar, armados con espadas cortantes de un material ligero, afilado e indestructible, igual al de sus cascos y armaduras donde no penetran las flechas.
Los corredores del campo informan a los capitanes que llega una embarcación por el río y se aprestan doce canoas grandes repletas de guerreros para repelerlos y hacerlos volver. Con el tiempo llegan más embarcaciones reforzadas con guerreros tlaxcaltecas, y una mujer que habla muchas lenguas y domina y entiende el tenek de los huastecos, todos vienen a guerrear contra está gente que nunca se da por vencida, que ni sale a recibirlos ni a inclinarles la cabeza. Una y otra vez son atacados y cuando parecen vencidos se vuelven a reagrupar. No se engañan, su capitán Cortés no es un Dios, es un tirano y sus soldados mueren junto con sus cabalgaduras como cualquier mortal. Finalmente, las armas más poderosas de los blancos y sus refuerzos vencen y se establecen en Panotla para fundar el pueblo que ahora llaman Villa de Santiesteban del Puerto; sobre la destrucción, construyen su palacio y la guarida de su Dios y trazan calles cuando aún humean las cenizas de los jacales, pero el mismo día que su capitán emprende viaje a la gran Tenochtitlán, vuelven a la carga, matan a más de seiscientos blancos, se los comen y derriban sus casas. A su regreso, el capitán Cortés les miente asegurando que la muerte y desolación causada en Tenochtitlán es para protegerlos de los aztecas. Este pueblo que no nació para ser esclavo ni para ser engañado volvió a pelear por su ciudad y fue vencido y muerto en los caminos. En la plaza pública fueron juzgados y asesinados los caudillos, unos quemados vivos y otros ahorcados, los pocos que quedaron fueron tomados prisioneros y se perdieron y no quedó nadie, solo la sangre de las mujeres violadas y después muertas que corre por las venas de los que nacimos mestizos, hijos de ambos y que hasta hoy vivimos aquí, escuchando a veces en el viento las voces de los valientes que nos cantan libertad.
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