Por Ramiro Elías Guzmán
I
Es necesario saber de Arturo su propensión a una vida doble, la que transcurre bajo la luz del día y la que ocurre en la inmensidad de las sombras de la noche, donde la fragilidad de la mente es capaz de hacerle vagar por senderos inesperados; por lo demás, podría decirse que el tipo no destaca por nada especial, es como cualquiera que camina a nuestro lado por la calle; como nosotros mismos. Suele ser discreto, nunca hace alarde de sus virtudes o de sus talentos, tampoco muestra sus temores, sus sobrecogedoras preocupaciones o sus escasas alegrías y ambiciones; los que intimaron con él en la juventud, no pudieron romper el hermetismo que lo rodea; tampoco se engañaron, no se trata de un pusilánime, la aparente trivialidad de sus actos solo es la fachada en la que se estrella toda especulación. Sospechaban que era diferente y no se equivocaron, intuyeron su aspiración secreta de hacer de su pasado, sueño. Cuando la oscuridad lo cubría todo, se veía envuelto en aventuras muy alejadas de lo común, se sentía señalado por un raro estigma, perseguido durante las noches, por tres seres oscuros de los que a la postre le costó tanto escapar.
Mucho tiempo después, cuando por fin pudo conseguir algo de tranquilidad y la redención estaba por llegar a su vida, parado sobre las ruinas de la casa paterna, recordaría la tarde en que Artemia, Artemisa y Blanca, llegaron a la cabaña del fondo del inmenso terreno de Víctor, esa que le rentaron para instalar su consultorio de almas, la cabaña rodeada del bosque espeso, contigua a la casa de sus padres y en la que él y un numeroso grupo de amigos del barrio se congregaban para internarse después del colegio, convertido en el lugar favorito de sus juegos vespertinos. Pero desde ese mismo día, la mirada helada de las brujas ahuyentó a la mayoría de los niños, no así a Arturo, Gerardo y Manuel, quienes se acercaban a hurtadillas, todos los días por la tarde a la cabaña, a espiar por las rendijas, los rituales sangrientos que ahí se suscitaban. Las mujeres degollaban gallinas negras y otros animales temblorosos, retorciéndose con vigor en esas manos empedernidas de muerte, al contacto del filo del cuchillo en las gargantas, al final cortadas, haciendo fluir a borbotones el líquido rojo que poco a poco escurría por sus brazos hasta los codos manchando todo el piso y dejando atrás los cuerpos blandos inertes, ante la fragilidad de sus vidas. Los niños observaban el pase y la frotación de huevos sobre las pieles sudorosas y las limpias con hierbas a los cuerpos enfermos y atormentados de los pacientes. Después, en sus casas, no se atrevían a hablar de los estertores convulsos de las brujas, ni del trance con ojos desorbitados, al ahuyentar las dolencias de los pacientes o durante los amarres de amor o la ruptura de malos augurios y hechizos lanzados a los enemigos de sus dolientes, en medio del ambiente espeso de los sahumerios, las velas negras y otros artilugios enredados en las letanías de esas voces graves de ultratumba o los chillidos salvajes con los que decían los conjuros confundidos con el viento que del río. Eso y sus temores, Arturo no los contaría jamás en la mesa de la casa; su padre inflexible y escéptico las consideraba charlatanas embusteras, vulgares embaucadoras entregadas a la estafa inhumana de los supersticiosos ignorantes, víctimas de su propia miseria intelectual.
Nunca pudo olvidar el viernes que las mujeres salieron al cementerio a recoger tierra de las tumbas para consagrar hechizos. Gerardo y Manuel, incapaces de soportar las pesadillas nocturnas ya no se acercaban a la cabaña. La insensatez de un raro impulso lo introdujo, solitario, al terreno con una pala para excavar los lugares en los que las brujas enterraban los huevos; los encontró podridos, entre marañas de hierbas, plumas negras, cabellos, telas rojas de sangre, despojos de animales, relicarios, hojas de papel, escritas al revés, fotografías y todo un caudal de cosas repugnantes. Las miradas de las tres mujeres que regresaron antes de lo previsto, clavadas en su nuca, lo hicieron voltear. No fueron violentas ni le lanzaron maldiciones ni recriminaciones, solo lo miraron irse hundido en un mareo profundo que le impedía sentir el suelo que pisaba, sabiendo que ya nunca escaparía de ellas. Se fue para nunca volver a acercarse al lugar, envuelto en un miedo sin forma.
Una tarde que el sol reverberante pesaba sobre el poblado, las vio pasar frente a su casa, flotando en un sueño, en lontananza, con movimientos lentos que se hacían eternos volteando sus caras blancas como máscaras de marfil para verlo desde sus ojos azules, deformando los labios en tétricas sonrisas que le erizaron la piel y lo dejaron hundido en un mar de angustia, no movieron las bocas, tampoco sintió la voz en los oídos; adentro, en su cabeza retumbaron las voces diciéndole sin palabras que nunca se libraría de ellas.
Entrada la adolescencia salió del pueblo y de la amenaza de las brujas. Se enteró mucho después y le causó alivio saberlo, que las tres se secaron y murieron. Víctor las usurpó. Vestido de oscuro, atendió a la asidua clientela que no dejaba de asistir a la cabaña del fondo, practicó las malas artes. Fingia la voz emitiendo sonidos guturales falsos para alejar agüeros, sanar sin saber hacerlo, enfermedades y hacer daño. Allí mismo, en el lugar que acostumbraban ellas; enterraba los despojos de sus ritos, profanando la memoria de las brujas hasta que un mal día, vinieron por él; se rumoró, que esa mañana no se pudo levantar; su cuerpo ennegrecido se llenó de llagas purulentas y murió entre delirios y olores nauseabundos, nombrando a cada una de las mujeres hasta que exhaló su último aliento ahogado en su miseria.
II
Seis años después, durante el día, Arturo se sintió asediado de vagos presagios premonitorios, lo asaltaba la sospecha incierta de un suceso desconocido que no imaginó posible en la inmensa ciudad llena de luz en la que vivía. No tomó su cena acostumbrada, sin decir palabras se retiró a dormir.
La familiaridad que le embargaba al recorrer esas calles, no le impedía la infundada intranquilidad imposible de controlar, algo faltaba, lo más evidente era la ausencia de transeúntes y su acostumbrado rumor, un silencio pesado y grotesco se agolpaba en su cabeza embotada y la luz mortecina lo convertía a él mismo en una imagen fantasmal vagando en una atmósfera etérea. Se percató, de súbito, que se dirigía a la casa de sus padres en el pueblo. Una extraña mezcla de temor y alivio refrescó su rostro; apenas al doblar la esquina estaría llegando, más cuando le quedaba por avanzar unos cuantos metros, descubrió una figura siniestra, era el espectro de su tío Tomás, no había pensado en él en mucho tiempo, ni se explicaba por qué le temía a alguien que tanto amó en vida; el día de su muerte llegó con mucha tristeza cuando Arturo apenas tenía ocho años. Regresó apresurado sobre sus pasos y a medida que la luz del poste alargaba la sombra de su tío, haciéndola pasar a su lado, el temor crecía y le calaba hasta la médula de los huesos Le escurría un sudor frío bajo las ropas. Decidido, entró al terreno de Víctor, corrió azorado hasta la casa de madera y subió, precipitado, los tres escalones que la elevaban del suelo; la puerta cedió con un suave rechinido al leve contacto de sus dedos, era como si la casa lo esperara para tragárselo. La oscuridad profunda le impidió ver, hasta que sus ojos se adaptaron, entonces, atrajeron su atención las dos mecedoras que se movían con mucha lentitud; en una estaba el cuerpo inerte de Víctor y en la otra, el de su esposa, ambos con los ojos muertos abiertos, clavados en los suyos. Caminó dando traspiés hacia atrás hasta la puerta. Tocó un poco la pared con la mano temblorosa y encontró recargado en un costado, el rifle de Víctor, salió con él al patio que ahora le pareció diferente, poblado de grandes árboles. Caminó entre ellos ya más calmado. Aguzando la vista descubrió que alguien lo observaba escondido atrás del tronco de un árbol, le disparó con la furia que de pronto lo invadió y el cuerpo del intruso cayó enseguida a un lado; luego vio a otro y otro más y todos caían ante sus disparos certeros. Los fue buscando uno a uno y a todos los mató, eran las almas en pena de los enfermos que alguna vez miró en la cabaña del fondo. Cansado de matar, se sentó; la mano apoyada en el suelo se hundió en la tierra suelta, de entre el polvo sacó un cráneo a medias descarnado; la ira que lo invadía se desvaneció después de romperlo a puñetazos. Ya aliviado, se incorporó y caminó entré el bosque espeso, el viento que le refrescaba el rostro también venía cargado de una inmensa tranquilidad. A cada paso los rayos del claro de luna brillaban con un mágico resplandor. Volteó hacia arriba y le sobrecogió la visión que tuvo: Sentada en una rama muy alta lo observaba Artemia, con una sonrisa burlona que lo hizo despertar e incorporarse sobre la cama; cogió el vaso que tenía en el buró y un trago de agua fría lo devolvió a la realidad, ya era hora de levantarse para ir a la escuela.
III
A los veintiséis años, Arturo era el más joven de los ingenieros, apenas tres antes se había graduado.
Con el escritorio repleto de papeles, trabajaba solitario en el despacho del décimo piso del edificio. Sin darse cuenta, la noche se apoderó de la ciudad. Con frecuencia se quedaba hasta muy tarde; esto y su disposición a ir de comisión a cualquier lugar que lo enviaran, le valía el aprecio de su patrón. La noche anterior, casi es asaltado al salir de la oficina. Pasaba por una calle oscura de la Roma, escuchó a unos veinte pasos de sus espaldas, las pisadas de otro transeúnte; temiendo que fuera un delincuente, se cambió de acera, desde allí lo vigilaría y no lo perdió de vista. Apenas unos treinta metros adelante, salieron tres tipos de entre las sombras a golpear con mucha violencia al hombre que momentos antes lo seguía. Si esta persona no hubiese venido atrás, con seguridad la víctima habría sido él. Enseguida buscó las calles más iluminadas para llegar con bien a su casa.
Pero este viernes, Arturo tuvo mucho más trabajo del acostumbrado, a pesar del cansancios y de la sensación de sueño que le nublaba la vista, se quedaría hasta terminar el proyecto; lo hacía con mucho gusto, si bien, el exceso de esfuerzo apenas le remuneraba un poco por encima de sus compañeros, que desde la tarde se habían ido a descansar; arrastraba el lápiz pensando que la recompensa más valiosa, sin duda, era que le asignaban los proyectos más interesantes y esto le permitía relacionarse con los clientes más influyentes; su esperanza era que en el futuro, contaría con mayor experiencia y amigos que le ayudarían a obtener un mejor empleo. Por otra parte, se alegraba de recibir estos ingresos extras, le solventaban los gastos para los estudios de sus hermanos, quienes desde hacía dos años vivían con él en la ciudad; por esa causa no había podido comprar un auto y tenía que caminar, aunque, viéndolo con buenos ojos, le agradaba mucho hacerlo.
Terminada la tarea, puso un poco de orden, guardó los documentos en su portafolios. Satisfecho, apagó las luces y cerró con llave las oficinas; salió a la calle estirando los brazos y las piernas entumidas, con el portafolios en la mano derecha, cruzó la Avenida Insurgentes, que incluso a esa hora tenía un tráfico considerable y mucha luz.
Ensimismado en sus pensamientos, caminaba por algunas calles en las que ya no había peatones ni autos. El lunes de la siguiente semana la empresa presentaría el trabajo del que se sentía tan orgulloso, uno de los proyectos más importantes y bien ejecutados de la compañía. Estaba tan contento de ser el responsable y preparaba mentalmente el discurso que daría a su jefe y los clientes, ufano de las soluciones tan peculiares a las que había llegado, pero se alarmó de forma repentina de las ideas tan estrafalarias que se le ocurrieron para el proyecto. Quizá sería la tensión a la que estuvo sometido el último mes lo que le causaba esta especie de somnolencia que no lo dejaba razonar bien. A cada momento se asombraba más de todo lo que contenía su estudio, no lo podía creer; tanto trabajo y haber hecho algo tan absurdo, ahora que era tan tarde se daba cuenta. Y lo peor era que no tenía más tiempo para corregirlo, apenas le quedaba el fin de semana para terminar algo que le había costado poco más de un mes. ¿o no era así, todo estaba bien? no podía controlar estas estúpidas ideas, pero si, parece que su proyecto no era lo que le habían encargado; sin embargo, confiaba que podría convencer a su jefe y a los clientes ¿o no? Que confuso, no se explicaba en qué momento su proyecto tomó esos derroteros.
Tan preocupado estaba cavilando lo que le sucedía en su trabajo que no acertaba a dilucidar como llegó a la calle por la que ahora caminaba. Le parecía un lugar conocido, sin lograr atinar con exactitud cuál. Era como si la distancia recorrida la hubiera iniciado algunas cuadras hacia atrás. Le pareció que ahora la ciudad tomara lúgubres tonalidades en blanco y negro; ya no había luces ni color, sino, un vago resplandor como de un fuego lejano.
Olvidando el proyecto, se ocupó de encontrar el camino a casa. No lo dejaba en paz la impresión de estar soñando. El domingo siguiente, reunido en la mesa con sus hermanos, les diría que en realidad no sabía si soñaba o en verdad le sucedía todo esto.
Conforme caminaba, se encontraba más perdido. Atrás de una ventana miró un par de rostros que lo observaban, cuando volteó, corrieron la cortina. Más adelante descubrió a otras personas que lo seguían con la mirada desde otra ventana. Cada vez se encontraba más con las miradas de esas personas siniestras hasta que en un edificio desde todas las ventanas lo observaban silenciosas como cuando él y sus dos amigos espiaba a través de las rendijas, el interior de la cabaña de las brujas. Corrió hasta llegar a un estanquillo circular de revistas en el que vio a un hombre y una mujer a quienes pretendía pedir refugio, más al verlos, se dio cuenta que eran semejantes a los otros y se acordó de los rostros de adentro de la cabaña de Víctor. Huyó porque de pronto toda esa gente estaba en las calles. Despavorido, ingresó a un edificio para refugiarse bajo las escaleras, pero allí mismo había más seres semejantes; apenas pudo salir del edificio antes de que alguien fuera a cerrar la puerta. Cada vez esta gente que de alguna manera parecía estar confabulada contra él, se hacía presente en las calles que se volvían más oscuras y durante toda la noche vagó por la ciudad, ahora totalmente desconocida.
Exhausto, con la respiración entrecortada y poseído de un extraño temor, descubrió que no tenía el portafolios en la mano sin poder recordar donde lo perdió; no le importaba, solo quería llegar a un lugar seguro. Los primeros rayos del sol iluminaban la ciudad que recuperaba poco a poco los colores. Asustado, no sabía dónde estaba, ni encontraba gente a pesar de que el sol ya caía pleno sobre las calles, al menos, tampoco estaban los personajes siniestros. Aún caminó unas cuadras hasta llegar a un parque lleno de juegos infantiles y vacío de gente. Le llamó la atención el rechinido de unas cadenas. Volvió su vista al ruido y fue tan grande su alegría al descubrir a una muchacha que apenas se balanceaba en un columpio. ¡Por fin encontraba a una persona viva!, se dirigió a ella; la joven permanecía con el pelo largo hacia adelante, sobre la cara. Cuando estuvo frente a ella y le habló, de golpe echó su pelo para atrás, había en su rostro la esencia de todos los seres malvados de la noche anterior y le heló la sangre la sonrisa enigmática de Artemisa.
IV
El destino que suele llevarnos por caminos insólitos condujo a Arturo a un pueblo a la orilla del mar, se mudó con su esposa y sus dos hijos, intentando escapar de su anterior vida de zozobra. No le fue nada mal, el trabajo y las amistades lo apartaron del encono de las lúgubres ideas de antaño.
Una tarde de octubre se encontró manejando su automóvil bordeando los acantilados del Pacífico, maravillado de las olas que rompían con furia sobre las peñas; el agua saltaba en un diluvio de gotas doradas, reflejando los últimos rayos del sol, al dejar caer su semejanza a gemas preciosa sobre los afilados riscos. Adelante, caminaban los grupos alegres de bañistas en una playa que parecía inusualmente, blanca, ya no había sol, las crestas del mar ahora eran plateadas, se paró hasta encontrar un tramo sin gente. Se bajó del auto para andar cerca del agua. El cielo, el mar y las peñas alejadas, brillaban como el metal en ese ambiente de ensueño que se desplegaba en todas direcciones. En el instante en que se disponía a salir, una mujer aparecida de la nada se introdujo mar adentro por un angosto sendero seco, invitándolo a seguirla. Desprovisto de la voluntad, caminó tras ella por el camino de arena; a cada lado llegaban las olas con timidez; ella de vez en cuando se aseguraba de que la seguía y renovaba la invitación. Después de caminar un largo trecho, la mujer, envuelta en un vestido mortuorio agitado por el viento, se paró en un pequeño montículo de arena, dándose vuelta dirigió la mirada a la de Arturo; con un gesto le indicó que mirara hacia atrás; descubrió entonces que el camino casi desaparecía entre las aguas. Una salvaje sonrisa se dibujaba en el rostro de Blanca. Cuando Arturo luchaba para regresar con el agua hasta el cuello. Las brazadas desesperadas lo despertaron en la cama ante el asombro de su esposa que trataba de calmarlo.
V
Arturo ya no era tan joven, regresó a su terruño. De la casa paterna solo quedaban ruinas, tampoco existía la cabaña de las brujas, ni la casa de Víctor, en su lugar, se construyó un complejo habitacional ocupado por varias familias de maestros desconocidos. Aunque indagó, tampoco supo de la mayoría de sus amigos; los más cercanos, según supo sin ningún detalle, tuvieron muertes prematuras. Durante todo un año se resistió a visitar los restos de la casa de sus padres. Cierta tarde lo venció la necesidad de acercarse a ella, tenía que cerrar ese capítulo pendiente para sanar. A la vuelta de la esquina del complejo habitacional sobrevivían las paredes derruidas donde vivió cuando era niño. Parado en medio de los escombros evocó el día en que llegaron a la cabaña las tres brujas, lo demás pasó como una interminable sucesión de imágenes en su mente. Se marchó a casa para cenar con su mujer.
Dormía, no había duda, lo sabía y aunque trataba, no podía despertar. Se paró a un lado de la cama. Dos brazos como tenazas lo atraparon, esa mujer eran las tres brujas, lo jalaba a un hoyo, un profundo abismo sin fondo, atrás de ella, el calor que despedía le quemaba la cara, era un hueco rojo, hirviente, hecho de tristeza, de sabor amargo, como de trozos de dolor y de gritos desesperados que se mezclaban con los aullidos de la mujer que lo jalaba. Alguien lo rescató, podía estar seguro que era su tío Tomás y la mujer se hundió en un alarido que se perdió en la inmensidad cuando el piso se cerró sobre ella. Su esposa lo estaba moviendo para que despertara. Abrió los ojos sintiendo una paz infinita que no tenía orillas, una sonrisa iluminó su rostro y enlazando con suavidad la cintura de su mujer, se acomodó, seguro de que el recuerdo de su tío lo había salvado, las brujas ya no volverían.
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