Para Patricia Rosales, por su amistad
No hay miedo que por mal no venga. Lo llamaron “Malecón Agustín Lara” en honor al compositor chilango que adoptó Veracruz como patria y Tlacotalpan como lugar de origen. Era cierto, todos querían a este músico y gustaban de sus canciones; inclusive, el llamado “Flaco de oro”, sin conocer España dedicó algunas canciones a la “madre patria”; y para colgarse de esa fama bien ganada, Guillermo Díaz, hábil presidente municipal, bautizó el paseo con su nombre; además de su estatua, mandó colocar letreros a la entrada del pueblo donde anunciaba que ese municipio había sido “el segundo ayuntamiento de la américa continental”.
Pánuco, ubicado al extremo norte de Veracruz, se fundó el 26 de diciembre de 1522; es un pueblo tan antiguo como el puerto jarocho, aunque está más próximo a Tampico y, según lugareños, por sus calles que, aunque pavimentadas, son polvorientas y descuidadas, dicen que se encuentra tan en el olvido “como cuando lo fundaron”.
Allí, los días pasan lentos, monótonos, entre el calor y el frío extremos. El mes de febrero y días últimos de enero, ha estado amaneciendo con neblina espesa. Una niebla fantasmal que cuando se camina por esas solitarias calles, todavía a las seis de la mañana, es como si lo hicieras entre nubes. El río que atraviesa las orillas del pueblo hacia Tampico, se percibe sólo como un sombrío espejo de plata que apenas es posible distinguir a quince metros de distancia.

Por aquellos días, en la madrugada, mataron a “El Matacuaz”, apodo recibido por haber asesinado a “El Cuaz”, otro personaje sanguinario convertido en leyenda que la gente comunicaba como en secreto, en voz baja; dicen que cuando lo asesinaron, se escuchó un grito profundo de dolor, algo como aullido humano que, enchinando la piel, recorría el malecón y se perdía al otro extremo, a la altura del faro. Su alma estuvo siempre en manos de satanás, aseguran con temor.
Iban a ser las cinco de la mañana y por ese momento nadie recorría la Carlos Salinas de Gortari, avenida que parte desde Aldama y desemboca en el faro que acompaña un tramo del malecón y el río; donde invariablemente, por las noches, los fines de semana se llenaba de carros con chamacos tomando alcohol y escuchando corridos de narcos, añorando sus aventuras. Las buenas conciencias del pueblo decían que era la cantina más grande de la región y hasta estaban arrepentidos de haber dado su voto al que lo construyó.
Con el aullido, aseguran se escuchaba un rasgueo en el piso, como si arrastraran un cuerpo. Algunos decían que era la llorona, pero esa leyenda había perdido fuerza en los miedos de la mayoría, porque “La Malinche”, gritando por las calles clamando por sus hijos, era “espanto muy sobado” repetían los adultos cuando salía el tema.
La gente, cuando eso sucedía, y ese grito ahogado erizaba la piel, cerraban sus puertas y atrancaban presurosos las ventanas. Los más se ponían a rezar con sus hijas mientras trataban de olvidar los ruidos que afuera se alejaban. Por miedo nadie trataba de asomarse e investigar. Era como algo del otro mundo que ponía la piel chinita, insistían.
Poco a poco, se fue haciendo costumbre y el susto se hizo cada vez menos. Sin embargo la gente -para mencionarlo- solo decía que era “El fantasma del malecón” y, al referirse, se santiguaban y temerosos buscaban urgentemente cambiar el tema.
Cuando tomaron en serio el relato fue cuando Dionisio Sacramento, hijo de 14 años de la familia Sacramento Guzmán, quedó como ido, después que, al no aguantar la curiosidad salió a ver el porqué de esos tenebrosos ruidos. Los vecinos dicen que abrió la puerta justo cuando el aullido pasaba frente a su casa en medio de la neblina. Un viento frío con nubes blancas entró por la puerta y de la impresión, el miedo hizo que nunca más volviera a hablar.
Desde entonces pidieron al padre Nicanor, párroco de la iglesia del pueblo, que le echara la bendición a esa calle, pero siempre se negó a hacerlo. No aceptaba porque para él “los fantasmas existen”; sin embargo, para la gente –no bendecir la calle– implicaba que en el fondo también tenía miedo, pero no lo reconocía.
Escrito en Pánuco, Veracruz, Hotel Manolo’s, el 3 de febrero de 2015
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